El hombre penetró en el cuarto de
baño. El espejo le devolvió la imagen de un rostro duro, de ojeras
pronunciadas, la boca contraída denunciando ese extraño rictus que refleja en
forma singular el cansancio asociado a una de las formas del placer. No hay
manera exacta de definirlo: es la fisonomía que revela el arquitecto cuando
culmina con la trabajosa descripción de la sala de los sueños, o el albañil,
cuando ejecuta la última hilada de la morada que servirá de cobijo a su
familia; o el carpintero, cuando examina a un metro de distancia la cuna de su
hijo.
No se trata del semblante que emerge como consecuencia del deber
cumplido, perfil que está más asociado con la obligación y para el cual existen
líneas faciales reconocibles. No, es una expresión de la que emana cierto aire de bienestar, de
gozo por lo realizado más allá de su proyección.
Algunos estudios de la condición
humana sostienen que esta forma
particular es apreciable con mayor
nitidez a través de los ojos. Pero los ojos de este hombre no explican
nada. Explora escrupulosamente cada
pliegue de la cara y siguen con atención el escrutinio que de la incipiente
barba realizan sus yemas.
Quitó su camisa, la examinó a trasluz y
refregó con severidad un diminuto lunar
ocre que desarmonizaba la impecable trama de la pechera.
Un hombre prolijo.
Con esa economía de movimientos de que
suelen hacer gala los atletas, colgó la prenda en la percha asida a la cortina
de la bañadera. Luego, tomó la máquina de afeitar eléctrica y comenzó
a rasurarse cuidadosamente.
El murmullo del artefacto y la mirada
depositada en el espejo no le impidieron advertir a la mujer que
silenciosamente se había aproximado al umbral, desde donde lo escrutaba con atención.
El silencio de la mujer no se prolongó
demasiado.
-¿Hoy también? Yo no aguanto más
¿sabés? –dijo con voz que se reveló cansada.
El hombre no contestó. Examinó
críticamente la línea de sus bigotes y continuó con la tarea.
La mujer insistió.
-Estoy esperando una respuesta. Ya sé
que me escuchaste.
Un destello de
irritación brotó en la mirada
tras la demanda.
-
No me
preguntaste nada. Andá a acostarte que todavía es temprano y yo estoy cansado,
-
La precisión de
la réplica no amilanó a la mujer.
-
¡Claro que te
pregunté! Te estoy diciendo si vas a seguir así ¿Te parece justo? Una. Dos
veces, vaya y pase… pero esto ya es demasiado. Tenés que darme una explicación.
El hombre frunció las cejas contrariado, apagó la
máquina y se enfrentó a la mujer.
-
Ya te expliqué,
tontita, tengo mucho trabajo y son cosas que vos no entendés. Cortala che –dijo
con el mismo tono de voz que al comienzo.
-
No me trates
como a una nena, no intentés endulzarme. Ya estoy cansada de todos estos
plantones, sin saber nada de vos, de tantos misterios ¿Me entendés?
-
Te trato como a
una nena porque sos una nena. Y a las
nenas no hay que darles muchas explicaciones. Andá a dormir.
La mujer no vaciló.
- Vos estás cambiando ¿sabés? Y lo peor es que no te
das cuenta. Sos otro y no me gusta nada. Además, tengo derecho a que me des una
explicación. ¡Te exijo que me digas en qué andás!
El hombre meneó la cabeza y su tono de voz se hizo
aún más grave.
- Ya te expliqué. Tengo mucho trabajo y estoy cansado,
así que cortala. No te lo voy a andar repitiendo- murmuró entre dientes.
- ¡Y te parece que yo me voy a conformar con eso! Pues
estás muy equivocado. Vos hoy no te vas de acá sin una explicación. Ya bastante
con lo que me hiciste la otra noche, que me lo trague y no dije nada.
- Ya te aclaré que lo de la otra noche fue una locura.
Perdoname, debe haber sido el vino que tomamos; no se, ya…
- ¡Perdón un carajo, esa también me las vas a pagar!
Pero ahora es otra cosa. Vos a mi no me jodes más… me decís ahora mismo en qué
andás…
El hombre desistió de una nueva repasada a la frontera de sus patillas. Su voz sonó
seca y dura.
-
No me cansés,
haceme la gauchada. Andá a la cama y dejame en paz.
-
Vos en la cama
no me vas a ver nunca más. Ahora te estoy exigiendo una respuesta –replicó indignada…
El hombre la contempló apreciativo. Sus ojos bajaron
por la bata entreabierta hasta el ombligo. Se detuvieron un instante en el
contorno de sus caderas que la tela cubría precariamente, siguieron luego por
las pantorrillas hasta los pies descalzos. Una sonrisa incierta se abrió paso en su rostro.
- Yo en la cama te voy a tener todas las veces que quiera,
no me hagas enojar y hacé lo que te digo.
La mujer estalló.
- ¡Basta! Me entendés, ¡basta! Vos te crees que a mi me
vas a tomar el pelo. Enterate: andá decidiendo ya mismo si me vas a dar una
explicación o tendrás que arrepentirte.
Hubo una crispación, acaso una irradiación de alerta violentando el ambiente.
-
¿Qué me querés
decir con eso?
- Lo que escuchaste; ya mismo me vas diciendo. Yo no me
trago todas esas cosas del trabajo extra y que estás recargado y que…
El hombre la tomó de los hombros, la miró fijamente a
los ojos y le dijo suavemente:
-
¡No te pasés de
vueltas, nena, no juegues conmigo!
Ella intentó desasirse pero no lo logró.
- El que jugás sos vos, que andás en algo y no me
decis. Qué ¿me estás poniendo los cuernos?
- No seas boluda, si te pusiera los cuernos ya te hubiera
rajado.
- Y entonces… - irrumpió en sollozos- por qué tantas
vueltas.
- Ya te dije, estamos recargados. Eso es todo.
La mujer alzó la cabeza con cierto aire triunfal.
- ¡Ves que me mentis! Sos un jodido. Anoche hablé con la guardia y
me dijeron que ya habías terminado con tu turno.
El hombre la soltó y sus pupilas se agrietaron.
- ¡Eso hiciste! Te dije que ese teléfono sólo lo usaras
para una urgencia.
La mujer no contestó y lo enfrentó desafiante. Desoyó esa imperceptible
campanilla de alarma que preanunciaba el peligro. Una tenue luz comenzó a
introducirse por la claraboya anticipando el amanecer.
El hombre permaneció ensimismado. Las lágrimas y la firmeza de ella
desplegaban una cuota de sensualidad que
lo excitaba. Luego, lentitud, tomó nuevamente la afeitadora. Le quitó la cubierta
protectora y puso al descubierto su
interior. En un rápido movimiento terminó de abrir la bata de la mujer que solo
atinó a retroceder un paso.
-Así que querés conocer en qué cosas ando. Bueno.
Ahora te vas a enterar.
(De Crónicas cortas de un tiempo largo)