Charly acarició la idea de una
recreación condenatoria de una de las facetas más inhumanas y feroces de la
dictadura. Mercedes supo de ella y lo persuadió de abandonarla dejando
constancia de que la reiteración, ya no como tragedia sino devenida en farsa (gracias Marx (), dilataba y reeditaba
el drama en el seno de un conglomerado que no termina de lamer sus laceraciones .
Las heridas, ya se sabe,
cicatrizan mejor cuando se las expone a
la luz del sol.
Esta consideración es la que
presidió las lucubraciones de miles de
argentinos ante lo que los más piadosos definen como una excentricidad de mal
gusto: arrojar un animal desde un helicóptero. No es un cuento chino, ese
pasaje cinematográfico de una ficción encantadora: es la ejecución en vivo y en
directo del nuevo pasatiempo de las clases altas de la sociedad. Sectores
saciados, encarnaciones del privilegio, que matan su aburrimiento con lo que, ellos
conjeturan, son divertimentos hasta que pase el estío y retornen a su ocupación
central: vivir al país.
Proxenetas de los country no quieren a la Argentina para volcar en ella sus esfuerzos, se la
apoderan para gozarla.
No son forasteros en la historia
nacional, estos mequetrefes. Herederos de la década infame, reinado del espolio luego del
vergonzoso acuerdo entre Roca y Runciman.
Exégetas actuales de aquel momento histórico en el que hubo razones sobradas al acuñar el término “vendepatrias”
Nada fortuita la hermandad con la deuda contraída hace pocos meses, en el marco de la gran rifa de la soberanía nacional.
Nada fortuita la hermandad con la deuda contraída hace pocos meses, en el marco de la gran rifa de la soberanía nacional.
Simetrías que nos conducen a
rememorar aquellas jornadas del treinta
y de la ignominia que, entre otras cosas, alumbraron el nombramiento como “Sir” de un ciudadano
argentino, Guillermo Eduardo Leguizamón. “Sir” William, caricia de la corona
británica, por su abnegada contribución a la entrega.
Petimetres de la primera escuela,
usaban las cucharas y tenedores del Petit Paris , una arrogancia que luego
repetirían en algunos salones de la vieja Europa, para estampar en el techo
rebanadas de manteca. Los cartoneros de ese tiempo galvanizaron su indignación
bautizándolos “petiteros”. El ingenio de
un funcionario actualizó el epíteto conceptuando al
“domador de reposeras”.
Crece la sospecha que las
palabras tienen una reticencia y acaso el del
episodio del autogiro, sustraído de su cometido de socorro (o desalojador de presidentes)
requiera de un examen más riguroso de sus subjetividades. Aspiraríamos,
ciertamente, a que promueva articulaciones
que soslayen el escueto umbral de la
bronca.
El debate no es si era cerdo o un
cordero. Ni siquiera si vivo o muerto. Nada fructificará de un cambio de ideas,
una reflexión plebeya, que excluya la ponderación
de que en ese animal volcado a las suntuosidades de Lara
Bernasconi, habita una de las formas en
que el poder real se expresa: “seguimos aquí”, “hacemos lo que nos canta”.
Desde la matriz de la grieta, con
la misma lógica, Calígula nombró cónsul a Incitatu, su caballo.
Pues bien, tal vez la digresión
genere, siguiendo la exposición de Aníbal Ponce, nutrientes para los nuevos deberes
de la inteligencia. Su revitalización acaso nos dote de nuevas energías contestatarias.
El develamiento de un nervio ignorado que se subleve ante esa fuerza poderosa,
temible antagonista, con que la
indiferencia embaraza a la costumbre.
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