Transcurre
el juicio a los represores pampeanos. Es agosto y hace frío pero el cronista
queda atrapado en la portería de la Cooperativa Popular de electricidad por el
relato de Juan Gonzalía., visiblemente, indignado por la infinita galería de
vilezas que desenmascaran las audiencias.
Con gracia y precisión rememora un puñado de acontecidos en los que
intervinieran policías corruptos. Uno de ellos es heredado en su juventud de
boca de su padre. Ocurrió en el sur, una patota de policías atracó a un hombre
de campo, Sebastián Calfuán, para
despojarlo del dinero que llevaba. “Vamos a tener que matarte” le dijo uno de
ellos a lo que el asaltado respondió:” miren que tengo testigos, señalando a
los teros que sobrevolaban la
escena. Hubo risas y un disparo. El
crimen quedó impune por varios años hasta que uno de los asesinos –acaso
inspirado por las libaciones y la presencia de una ocasional bandada de teros-
articuló una frase desafortunada frente a un investigador perseverante y
memorioso: “miren, allá van los testigos de Calfuán…”
(de la serie inédita "Rimas")