sábado, 31 de octubre de 2015

Un hombre de temple


 

En los umbrales del recuerdo, en las costas de lo que fue  el caudaloso   Chadileuvú, quedó, en una jornada de bienaventuranzas,   boyando en el medanal,  un temple.

Lo dejaron  ahí aventureros, conquistadores,  buscadores obsesionados por el Lin Lin (la trapalanda) y sus augurios. Una forma  de afinar  que sobrevivió  al tiempo  buscando  prorrogarse en las guitarras que habrían de amanecer, siglos más tarde, en estas dilataciones de la esperanza que denominamos  La Pampa.

Para los que están al corriente, invocar   temple es describir  muchas cosas. Andan por ahí bellas melodías con la sexta en Re. Pero también sostienen, los que saben, que pronunciar “temple” en esta comarca es acrecentar su  enjundia e   invocar a un hombre y su guitarra.

Él constituye la  razón que nos convoca. Hermano, maestro, amigo, precursor de lo que llamamos cancionero.

¿Qué más exponer que ya  no se haya dicho? ¿Un exquisito compositor e intérprete? O mejor: un musiquero fino de extremada sensibilidad que descubrió  esa enorme ofrenda de armonías   aguardando  en las inmensidades del Oeste y las hizo suyas.  Las  recreó y  otorgó nuevos significados fundando una manera de latir , de sentir y de pulsar el encordado.

Estamos recordando, ya se sabe, al heredero de esa  singular afinación  que Bustriazo Ortiz, en el corolario de una noche embrujada, bautizó “del Diablo”: Guillermo Mareque.

Con él,  abrigado  entre las cuerdas,  anduvo febril por   mil caminos, abriendo la traza de otros tantos.

 Su existencia no  fue fácil en esas travesías. Fue ganando  tesoros  y perdiendo otros  de elevado costo.

Derrotas.

Desgarros del l corazón.

Menos mal que estaba su instrumento.

. Resuenan  por ahí los versos de Morisoli mentando al desgajado. Un retrato de vida y cofradía:

 

Y la chicharra del Verano

al verlo así, sin ramazón,

pasó de largo, cantó lejos,

muda la siesta le dejó

(…)

 

“Sabias maderas de guitarra

Tarde o temprano

flotarán…”

 

Y al fin se  plasmó, menos mal,  esta antelación auspiciosa  de la lírica.

Mucho le debemos, tanto como lo gozamos.

Aquel estilo, esta milonga, esa mínima caricia en las cejuelas para insistir  “te quiero” a la mujer amada.

Partió  hace poco y apenas  tuvo tiempo de  musitar  adiós.

Se lo llevó un cortejo sinfónico  por esa  huella bardina  que nadie tapa

-se fue,… pero no se fue. Engaños de los sentidos, jugueteos  del subconsciente...

Cada tanto retorna   para  recordarnos, apelando a un sabio magisterio musical,   con  qué  recursos  se vence al olvido y la distancia.

Lo hace una  y otra vez y no se cansa. Entra, parroquiano y patrón de un boliche orillero  y se sienta a confirmar que está de nuevo cada vez que alguien lisonjea  un diapasón y asoma, curiosa, una calandria.

ELOGIO DE LA LUCHA

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