foto Nahuel Pumilla |
Llevaba el envoltorio como si
fuese un bebé. Cuando lo desplegó, el rostro compañero del gringo De Pian se
amplió desde atrás en una sonrisa
cómplice. Coco Severino demoró una eternidad
hasta comprobar el efecto de su acción. Solo cuando quedó satisfecho depositó
el recipiente sobre la mesa.
Parecían
niños y probablemente lo fueran. Ambos habían decidido esa ofrenda para honrar una amistad forjada en tiempos fragorosos y
lejanos. No fue azarosa la elección de ese viernes apacible para la ceremonia. Los viernes eran los días en
que una sexta en Re se internaba en la
madrugada entre fraternidades y romances a la última luna.
Coco ejecutó un gesto galano y
entonó un chán chán como si hubiese
dicho voilá. Se trataba de una botella
de caña de duraznos que había descubierto hurgando en los sótanos de la vieja
casona de avenida San Martín. Un legado
del pionerismo sobreviviendo en la modernidad.
¡Vaya a saber cuántos años
tenía!
La etiqueta, rasgada en su borde
superior, dejaba para el misterio la
marca acentuando su embrujo. Los dos duraznos del dibujo habían marchitado y la
inscripción inferior nos remitía a una destilería de la calle Lavallén denunciando una graduación de infiernos. Un
trago fuerte para paladares sin indulgencia.
Todo un regalo. Con cubierta de
plomo y todo.
Hubo una breve discusión sobre
añejados y otra acerca el momento apropiado para paladear la bebida. Los
brindis sólo adquieren sentido bajo el ministerio de la convicción. Juan Carlos
Bustriazo Ortíz, que en su condición de alquimista se había convertido en
copropietario natural de la redoma, esgrimió
sus credenciales en la materia para avalar la propuesta que establecía
la apertura en el 2000.
Fue, seguramente, una manera de
mojarle la oreja al futuro, tal vez una
forma sosegada de desafiar a la muerte.. Una botella al mar. El dos mil era un
lugar remoto e inasible en esas agitadas jornadas de 1988 en que las crónicas
presentaban a nuevos actores sociales y
los vecindarios redescubrían las formas artesanales de hacer el pan.
El licor quedó sobre un estante
y en estos largos años soportó desplantes, acosos adolescentes,
indiferencias y mudanzas.
Eran
lindos los viernes.
Coco
deslumbraba con sus cuchillos y el gringo deleitaba con un relato, cada vez
distinto y mejor, de los tiempos de la guerra. El flamenco Bustriz, el Linyera
Poeta, el Milodón, el Penca...;en fin, Juan Carlos, musitaba trovas y en cada
una inauguraba vidas. Nuevas vidas, que es como decir varias muertes.
La
última sobrevino en forma de silencio pero él, murmuran las matronas por
las tardes, exorciza sus demonios silabeando
“brujalabra”, “brujalabra”con voz queda y temblorosa.
“...hubo una vez una mañana loca.
un carromato. un león. hubo una rosa.
hubo un jazmín en celo. no tremola
en el velorio su esternón: oh loba...”
Muchas
cosas pasaron estos años. Idas y vueltas. Mas idas que vueltas. Juan Carlos
contó las cuentas del rosario y olvidó cisnes en casa de Rayén leoncilla. Más
tarde marchó para jugar a las escondidas
con las musas.
Interrumpió su charla con los
dioses, que es la forma en que algunos definen a este oficio de la juglaría.
Ya
nada es lo mismo porque la palingenesia no sabe de poesía. En un sendero de la
callecita Florida quedaron aquellos viernes. Ya nada es igual pero nadie se
queja porque, es cosa sabida, el pasado es como
la memoria: no sirve para
retroceder sino para avanzar.
Coco sigue buscando maravillas y
cada tanto el gringo asoma su figura para mentir un asado que nunca se produce.
La
caña de duraznos quedó allí, atrincherada entre papeles, porque una promesa es
una promesa y de estas pequeñas esperanzas se alimenta el sol de nuestra
existencia.
Cuando
el dos mil tocó a la puerta (”puro fuego y colorinches” Raquel quitó el polvo a la botella y se armó la partida
para cumplir con lo pactado.
La
casa le besa las pestañas a la laguna y él es el nuevo “señor de las orillas”.
Dicen que es feliz y acaso lo sea.
El
Penca contempló el envase, verificó su autenticidad y guardó silencio. Fue una
pausa nostalgiosa y profunda.
“...cuando me quite el fantasmal chambergo.
Y en esa esquina un guitarrero fino
se conmueva en la sexta hasta el Eterno,
¡y el muerto vaya a acicalar su estribo!...”
Con mano experta quitó la
envoltura y olió su aroma como si
estuviera ante una flor. “Está buena”,
deslizó austeramente, en lo que se pudo interpretar como sorpresa o veredicto.
Luego,
la despedida.
foto Nahuel Pumilla |
Nada
más. Dos palabras para el final de un brindis Tal vez algún día, cuando hayamos
bebido hasta la última gota de la dorada sangre de otra década, podamos
repetirlas.
Solo
hace falta una ilusión. Y una promesa.
Juan Carlos Pumilla
Febrero, año
2000