Ni que hablar de esas ausencias
que deshilachan las rutinas. Ellos —los que roban sin ruido—se mimetizan en las
calles en las que el sol no alumbra. Una localización donde imperan los
Caballeros del Espanto cuya matriz de odio se aposenta, sin pudor, en la mesa
de los desamparados.
Prorratean las horas a su antojo, patrones del
tiempo.
Asoman, la noche del sosiego se repliega,
tal cual animal herido que no quiere ser visto. Ahí están. Sus alforjas rebosan
de lo que era nuestro: un gesto, una canción, el calor de un domingo sin apuro.
Pequeñas raterías. Desde su trono, el esperpento miente a mansalva, vocifera
entelequias. Nos ata el alma con el hilo
invisible de sus babas, madurando insomnios, abandonos, silencios que engordan, voces que ya no llaman. En esas arterias
de penumbra, la copla se vuelve esquiva, La angustia y el recelo se capitalizan
en cada esquina. Y la dicha —esa palabra que ya no se pronuncia—se evangeliza
en un espejismo.
Un libro que no se abre, un pan
que no alcanza.
Abrazos que se aplazan.
Mínimos timos a medida que nuestras existencias
se encogen. Estafas subrepticias que escasamente se insinúan. La dicha se eclipsa
entre exhalaciones, ganada por la
incertidumbre.
El daño opera según el lento
comportamiento de las manchas de aceite, inician minúsculas y luego lo cubren
todo.
Coral de las carencias:
Gestos amables trastocados en
rictus.
El café moroso en el boliche de
siempre.
Ese mantel desierto que abriga
una memoria somnolienta en un pliegue del hule.
La ronda cimarrona del mate
conversado.
La silla vacía, el timbre que no
suena, la carta que no llega.
El Leviatán avariento que todo engulle
no tiene rostro. Refugiado en esa inmunidad saquea lo esencial: la empatía, la
ceremonia del abrazo, la risa reparadora.
Y así…
Menguada felicidad de los impíos.
“Estoy luchando. Estoy en ello con todo mi corazón”,
musitó el bueno de Vincent Van Gogh un atardecer melancólico, luego de concluir
su lienzo “Anciano en pena”
De esta arquitectura se desprenden los desgarros. No por la
cuchillada feroz que invade y cala honda, sino por la lenta coreografía de mil
tajos diminutos. La vida se escabulle en su demora, como si no le faltara
tiempo, sino destino. Y en ese funeral sin flores, la alegría no muere de un
disparo: se extingue por omisión.
En la autopsia final
de la época el dictamen no grita: susurra. No señala heridas abiertas, sino
esos menoscabos invisibles. Allí, en lo intangible, se consuma el duelo de lo
humano



