Los altavoces del predio del Club
Pampero de Guatraché filtraban las albricias de la tarde estival y realzaban
las trovas criollas de Saúl Huenchul. Décimas subrayando las habilidades paisanas en esa
jornada de destrezas.
Por la noche el tono del payador
se sosegaría seduciendo a los asistentes de la vieja casa de Cultura con unos
versos alejandrinos que nuestra memoria aun contiene.
Saúl echó atrás el ala de su
sombrero en un implícito homenaje al Bardino y completó la articulación con un
saludo mudo a un amigo entre el público.
Guillermo Herzel encumbró su
brazo respondiendo, pero interrumpió la cortesía porque en ese momento
descubrió a Florita refugiada en las protecciones de la fronda.
Mientras caminaba hacia ella
Guillermo lucubraba acerca de lo
contento que se pondría Juan Carlos Bustriazo Ortiz cuando le comunicara sobre
esa presencia.
Resulta ocioso presentar a Juan Carlos.
Conoció a Florita en la pensión “Dos Picos”, esa que está a pasos de las vías.
Ambos se cruzaban en los pasillos saludándose con circunspección e
intercambiaban consideraciones mundanas
en el almacén de Dayup. Desde ese instante él se sintió profundamente atraído,
no obstante jamás se atrevió a
confesarle esos sentimientos. Ni siquiera en los bailes donde la belleza de la
joven iluminaba los galpones y el bandoneón de Godo tornaba propicia la relación. Pero Juan no bailaba.
Ella abanicaba sus pestañas y él sentía la brisa.¡ Ni qué
hablar de los fulgores de sus ojos claros abrasando su corazón!
Guillermo avanzó hasta nosotros y
en su semblante se acentuaba el júbilo. Sin preámbulos tocó el hombro
del poeta para notificar que Florita
quería saludarlo. Mirta y Raquel palmearon
sus espaldas con entusiasmo y voces de aliento. Tan emocionadas y
felices como él que ahora se dilataba en la hilera de eucaliptus desandando cuarenta
años de ausencia.
Hubo un apretón de manos y dos
sonrisas.
Huenchul dejaba constancias del singular tranco pasuco de un tordillo que despertaba las delicias de entendidos y profanos.
Espectadores de un momento único,
e irrepetible, no quedó pincelada alguna
que fuera indiferente.
Florita perseveraba esbelta y hermosa, igual que lucía en la fotografía que un profesional del oficio, tal vez Juan José Gozza, tomara en
su juventud. Hasta su cabello, prodigio del Koleston, permanecía inalterable.
Sus mejillas, cual piel de una manzana
madura, delataban el tiempo transcurrido pero, contrariando sus designios, acentuaban su encanto.
Se movían y las hojas crujientes
ejecutaban una sinfonía a cielo abierto.
Él se atrevió a liberarla de una ramita imperceptible
de sus hebras y ella sacudió una ilusoria brizna del pecho del camisaco pardo que esa misma mañana Mirta
había planchado con esmero.
Florita, recostada contra el
tronco del árbol plegó su pierna para
forjar un cuatro perfecto. Juan agitó los brazos, tal cual si volara.
Parecían pájaros.
Acaso lo fueran.
Florita, Florentina Pukemeier hoy
se prorroga en la evocación de su sobrina Silvia.
Juan, en la nuestra.
Luego, cuando las copas de los árboles promovían sombras
alargadas, en estos dominios de la Rubia Espesura, sobrevino un abrazo moroso y un adiós al que le sobraron
palabras.
“Ya se me apaga la copla,
brasita violeta del atardecer.
El aroma de la tierra,
ramito de ensueño, se vuelve mujer…”
Cuando retornó del
encuentro, radiante, blandiendo una sonrisa de campeonato, Milodón,Flamenco B ustriz, Búho Nictálope,
Linyera trashumante, se abstuvo de exponer
pormenores superfluos.
Salvo la médula
de un diálogo tan mínimo como esta historia que exhumamos de nuestros recuerdos, por si
acaso el olvido:
-Sabe Florita que yo estaba enamorado
de usted.
Un concierto carmesí inauguró una
comparsa en sus pómulos
-¿Quiere que le diga una cosa
Juan?, yo sentía lo mismo.