Desliza la yema de los dedos sobre la mesa de roble y la confronta con las fugaces rugosidades de su escritorio sanjuanino. Exorcismos para la nostalgia, coartadas ante las tensiones.
Porque el bueno de Belgrano acaba de proponer un anclaje incaico a un nuevo tipo de señorío y la respuesta es sorna, estupefacción y desprecio.
¡Un
rey con usutas! Demasiado, susurran los genuflexos de la Corona. ¡una barbaridad! , discurren los que sospechan la idea de arropar la presencia de un Tupac Amaru en el Río de la Plata.
Francisco Narciso de Laprida, abogadito cuyano, en tanto prorroga la aurora de un debate adyacente, ensaya una quimera acerca del porvenir; en la suerte personal y del país que amanece. Y las expectaciones no le previenen de las vicisitudes del Alto Perú encumbrando su sable, incondicional, ante el paso del General de los Andes, ni de la brega política, ni de la grieta entre unitarios y federales.
La imaginación del presidente del congreso le miente en torno a las mieles sobrevinientes a la declaración de la independencia y las exteriorizaciones de una patria liberada.
Pero la realidad ingresará a sus sentidos, trémula, feroz, convulsa, como suelen ser los nacimientos.
Mas lo que anunciará, será la muerte.
Lo hallamos, una primavera de trece años más tarde –mozo, de 42 años-, enterrado hasta el cuello en las desmesuras mendocinas- , aturdido por el tronar de las montoneras de Aldao avanzando, inexorable, a su encuentro.
Ahí aguarda, intentando dominar a los espectros del miedo, su cuerpo yerto, el hombre que abandonó una caricia a la tabla de roble alzando la pluma para rubricar ese manifiesto de emancipación, norte y ejemplo en las profundidades de América.
Sus ojos, fibrilados por una matriz de espanto, desorbitados, no parpadean pese a la polvareda que levanta el tropel. Fulguran, sus pupilas, antes de quedar reventadas por los cascos de la primera cabalgadura.
Prontamente vendrán los demás aplanando el terrenal con sus herraduras, mientras el polvo descenderá, piadoso, cubriendo la ignominia.
Hostigados, los corceles, no se detendrán. Seguirán su galope impiadoso por años, y décadas, hasta llegar a los bordes de esta pampa cobijando las espaldas del primer genocidio.
(Por Limay Mahuida anduvo Aldao, con un rosario anudado en su muñeca. Luego desensillará, en La Amarga, siempre lanceando, ignorante que funda una metáfora)
El adalid de las matanzas, fraile dominico, José Félix Aldao, no acostumbra a mirar hacia atrás. Si lo hiciera tendría que asumir una trayectoria, morosa y sangrienta. Un dilatado itinerario que se inicia con un pregón de libertad y culmina en esa imperceptible alteración del suelo de Godoy Cruz. Ese minúsculo montículo que perpetúa la postrera visión del emancipador.
¡Ese tal Laprida!, culpable de sus convicciones. Según los supervisores que se sancionan dogmáticos, ubicado en el lado equivocado de la historia.
¿Quién lo sabe, quién lo juzga?
Nadie conoce el azar de sus restos. El Ministerio del Silencio promueve dictámenes inescrutables. Sarmiento aventuró una hipótesis y alguien la desestimó. Dicen que, además, hubo un degüello ,una oración y una veladura infinita en el mapa de los recuerdos. Y del tiempo.
Moreno, Thompson, Laprida,
triste destino de los argentinos,
dónde encender una vela
para los desaparecidos.
¿Habrá, en San Francisco del Monte, una referencia en la callejuela de la emboscada?
¿Y qué fue del busto secuestrado?
¿Perdurará la mesilla del café La Alameda, donde, al ingreso, abandonaba al prócer trocándolo en el parroquiano más jovial de las tertulias?
Un reconocimiento al dueño del Aleph, don Jorge Luis Borges, por su enorme, acaso sesgado, resarcimiento conjetural.
A Lola Mora por la perpetuación de mármol.
Y menos mal el Ángel de la Historia, redentor, omnisciente,