miércoles, 2 de enero de 2019

Cachito

Acaso su propia percepción, sumado a un creciente rumor que se dilataba en una de las prisiones de Bussi, le anticiparon que iba a ser ejecutado por la mañana.
Persuadió al guardia que apagara la luz del pabellón y dedicó el resto de la noche a cubrir de saliva su cuerpo hasta que la urgencia, sumada a la delgadez de los encierros y tormentos, facilitaron que se deslizara desnudo  por uno de los tragaluces.
Contra sus pronósticos, no cayó a la calle sino a un patio interior. De modo que, tras vestirse,   tuvo que escalar un muro  para terminar más tarde en una vereda que aguardaba la luz inmigrante del   amanecer.
Maldijo su mala suerte cuando por la esquina dobló un patrullero. Lo socorrió su instinto y la ficción de una naturalidad que el argentinismo admite: comenzó a orinar contra el muro  como un peatón librando libaciones y así lo hizo mientras que el  falcon se perdía en la oscuridad.
Luego corrió, una dos quién sabe cuántas jornadas. Se refugió en una cueva con la fortuna de  que un linaje puestero le diera  cobijo y cayó desmayado. Una semana entera hasta que despertó articulando un agradecimiento, ingerir un mendrugo y retornar a su destino de combate contra el régimen.
Desgranó  el episodio una noche de desvelos y planificación  apenas amanecida la democracia y los chicos, que habían seguido el relato con una mezcla de emoción  y  admirado respeto, lo encumbraron –persiste al día de hoy- a la galería de héroes familiares. Hicieron algo más: adoptaron como su menú preferido salchichas estalladas por el hervor que Cachito había cocinado con esmero esa noche y, que al parecer, era su mayor logro gastronómico.  No nos sorprende, teniendo a su lado a una compañera de acero, acostumbrada a alimentar la militancia en los parlamentos con guisos tan sabrosos como nunca más hemos saboreado.
Hasta aquella noche Cachito no era tal sino El Pelado con que lo conocimos en los finales de la dictadura de Lanusse en un colmado congreso de la Fuerza Revolucionaria Antiacuerdista (FRA) a la que asistimos, pletóricos  de energía e inocencia, para solventar la consigna de “ni golpe ni elección: revolución”.
El Pelado subió al estrado, el mismo mameluco con que esa noche  lo habían liberado de  una más de sus prisiones, logrando encandilarnos con un discurso plausible, vigoroso, insuflado de esperanza en la naturaleza revolucionaria de la clase trabajadora. Fue una pieza oratoria que, los escasos concurrentes pampeanos que  sobreviven, la recuerdan con respeto y una cuota de nostalgia.
Volvimos a encontrarnos en la clandestinidad a que nos arrastraban las claudicaciones del gobierno de Isabelita y el creciente accionar de las Tres A. Para entonces nuestro camarada, Raulito DAtri ya era prisionero. El encuentro fue en una ignota parcela de la serranía cordobesa que Roberto Cristina cerrara aludiendo que una de sus principales conquistas había sido ejercer el objetivo de la crítica y la autocrítica  y la determinación de parar, ocupar y luchar ante el preanunciado golpe de Estado.
Roberto había amparado su juicio apelando a un fragmento del libro de Ignacio Ezcurra, el único periodista argentino  muerto en Vietnam, en el que el cronista narraba con descarnada elocuencia cómo se habían comportado las milicias del Vietcong tras las cruentas batallas que los propios invasores, para graficar la cantidad de cuerpos masacrados, habían denominado “la colina de la hamburguesa”.
En aquella ocasión Elías Seman dejó impregnado una lección de su portentoso magisterio militante explicando cómo una política de masas, aplicada en la práctica, produce cambios portentosos. Cachito nos regaló luego la  segunda lección de  esa catequesis plebeya que lo identifica. Tuvo la generosidad de repasar palmo a palmo las conclusiones didácticas de esa maravilla teórica que es “La bancarrota de la segunda  Internacional”.
Sabemos, por los comentarios de la compañera Susana, que el hombre que hoy celebra un nuevo nacimiento, ha sido prolijo y eficiente en aplicar esas doctrinas que advierten sobre los riesgos que el  proletariado  corre  cuando se deja subyugar por el  pregón de la burguesía.  
La misma  voz de alerta que desplegara en el congreso partidario desarrollado en la sede de Smata de Córdoba enfatizando la necesidad de ponerle más leninismo al marxismo.
A esta altura de este texto -elaborado en las postrimerías del 60 aniversario de la revolución cubana-  cobra aliento  la certeza de la imposibilidad de agotar una semblanza sobre un luchador. Un gudari argento que ha pasado la mayor parte de su vida en la clandestinidad logrando, al mismo tiempo, hacerse  visible solo  para los trabajadores.
El que sostuvo, custodiando la soledad flagelada del Ñato Geller,  desafiando agorerías, a los Benzi y sus traiciones, al Vesubio y sus sacrificios, que “el partido no se rinde”
Emilio, Beatriz, Ana, Ernesto, Raúl, Roberto,  Osvaldo, Rubén Bebel, Mauricio, Mario, Colores, Raulito, Ricardo   y tantos más. Desgarros del imperio del Leviatán.  Menos mal Cachito y sus sobrevidas.
Se nos ocurre que lo más certero y adecuado es propiciar, ahora sin dilaciones,  ese precepto que Bradbury estampara en su Faeheit 451. Es decir, que cada uno de los que lo frecuentaron se adjudique  un fragmento de su experiencia al conocerlo y, de modo coral, se vaya construyendo  un fresco colectivo que contribuya,  no solo a dimensionar la enorme estatura de un gladiador  sino también el  magistral aporte de su ejemplo.
En esa eventual recopilación resulta ineludible una  consideración de Héctor como soldado de un objetivo supremo, salvando todo lo que se pudiera restañar tras las furias del  Vesubio, fraguando lealtades y construyendo nuevas utopías.
_El del abrazo apretado y la sonrisa contagiosa. De los consejos sabios,del pregón latinoamericanista y el puño en alto. Larga vida al señor de la unidad y el estandarte alzado.
Héctor, Cachito, el Pelado, ese hombre que hoy celebramos .Agradecidos por su coraje y lealtad. Por habernos allegado  ese precepto proveniente desde tan lejos, que preconiza que debemos confiar en nuestras propias fuerzas. Por  hacernos visible   la herramienta desde donde germina el poder. Y algo más: tal como el  cóndor que al saberse ciego adopta el camino de la muerte, por instruirnos acerca de que  solo existe  una sola manera de vivir: con los ojos abiertos, las alas desplegadas, buscando insobornable y obsesionado, las mejores  térmicas para volar en libertad.

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