martes, 17 de enero de 2017

La muerte obscena

Foto Pablo De Pian

En la penumbra biliosa  de una casa de inquilinatos la mujer  tapa todas las hendijas. Lo hace lenta y cuidadosamente, como si fuera dueña del reloj  del mundo. Luego, raspa sus manos contra las mejillas y cuenta sus arrugas. Una a una, hasta que las yemas claudican,  exhaustas.

          En el país de los olvidos el rey es el silencio.

          La reina es una noche sin estrellas que bebe sombras en el altar de los sedientos. Danza. Con gesto pródigo regala un niño a un umbral desnudo y lo bendice con dos gotitas de cólera. Ejecuta una coreografía voluptuosa y definitiva. Gira y gira hasta dominar al viento. Vuela. Vomita tormentas en las rondas de los ancianos.

Ellos están allí, dando vueltas y vueltas, como madres, en la plaza de los jueves.

Rondas de un molinete sin retorno.

Círculos, hasta llegar al séptimo.

Piden pan con ademán de niños. Piden pan mientras  un altavoz anuncia que los últimos quedarán.

     Lejos, en la desmesura del monte bajo que queda poco más allá de Carro Quemado el anciano busca un claro alfombrado de pasto puna. Inclina su cabeza contra el cuero  de un caldén y se deja caer hasta quedar sentado. Cierra los ojos y aparecen las imágenes sepias de toda su vida, cuadro por cuadro, vuelta por vuelta. Cuando concluye con la ceremonia del recuerdo alza la vista y se detiene en el ascenso  de las águilas que parten hacia la luz. Musita una oración de despedida... De nadie, porque en las últimas evocaciones ha quedado solo. La soledad, ya se sabe, es una compañera que suele ser preñada  por la  tristeza.

     Una llovizna voluble humedece  el  semblante mustio. Las gotas, exiguas como lágrimas de viejo, forman lagunitas en el cuenco de sus manos que han quedado hacia arriba, como reclamando al cielo.

 


Historias minimas-c

  Esa lágrima en la mejilla, ahí le apunté