Las lágrimas son de impotencia y de pimienta. Su pañuelo
no logra discernir y es fútil el ademán
ante tanto dolor. Todos la vimos, todos, menos los que eligen no ver.
A esta hora de la jornada aun no conocemos su nombre. No hace falta:
cabellos canos, corajuda, obstinada. Puede ser nuestra abuela, o madre, o la
vecina de al lado.
Con voz entrecortada, porque el gas ha dañado, también, su garganta, explica al cronista que la
acorralaron entre varios policías, la sujetaron y uno de ellos ,comprobada su indefensión, le pulverizó el rostro con
ese compuesto químico que con tanta prodigalidad se empleara en las mazmorras
de Abu Graib.
El notero
no termina de comprender el cuadro que
describe y ella, en un gesto de suprema honestidad, habilitada desde el
comienzo para la impugnación general, la puteada genuina, absuelve a la policía
que le alcanza el celular que se ha caído y enfoca la responsabilidad a los canallas
que la sujetan y al cobarde que la
rocía.
La martirizada , acaso nuestra maestra de primero
inferior ,tiene temple para dar una lección de verdad y democracia en ese escenario
de impunidad y creciente fascismo.
Raro, nadie articuló esta palabra en el resumen de la
medianoche.
A la hora de los resultados de la votación la mujer
policía tal vez redima su conciencia por
un mínimo gesto de empatía. El resto
habrá amparado la iniquidad en el catecismo de la obediencia debida ,tal vez regocijado por la escrupulosa eficacia de su protocolo de odio y crueldad.
La anciana, que puede ser la patria, acaso haya enjugado nuevos llantos a la hora de acostarse, Algunos de tristeza,
otros de alegría por haberse mantenido fiel
al precepto de su propia dignidad.
Hoy por la mañana, al momento de apelar al exorcismo de estas líneas, la radio vomita
un pregón de impiedades e insiste en una legitimidad de origen que es falaz,
porque no hay legalidad en una minoría real que miente desde el mismo umbral y la consecuencia es el imperio del hambre y
la miseria.